sábado, 31 de marzo de 2007
Amor (viejo)
Jugamos a imitar la serie de columnas que Manuel Rivas tituló Amor. Incorporo una imagen que traiciona el sentido de la columna, pero que también cuenta mucho.
Alejandro Roselló (sí, otra vez él...) escribió así:
Amor (viejo)
Ella caminó varias horas por la costa antes de dar con la casa. Efectivamente, se parecía a un granero. Él la había llamado el día anterior para explicarle el recorrido a seguir. Debía continuar la cadena de playas como si fuera una banda costera infinita. El trayecto era tan largo que si ella hubiese pensado en distancias, hubiese regresado antes de arribar o nunca hubiese partido. Simplemente debía olvidar adónde iba.
La casa se alzaba sobre pilares para evitar que fuese alcanzada por el agua. La construcción se erguía dos metros sobre la arena y en los días de creciente se levantaba directamente sobre el agua.
Él la recibió parado en la rampa frontal. Extendió una mano tímida en señal de bienvenida. La arena se arremolinaba a sus costados con un zumbido grave. Cuando ella dio los primeros pasos sobre la rampa sintió la arena chicoteándole los tobillos. Él preparó café en símbolo de agradecimiento. Y en realidad poco más. Sólo que estés acá porque realmente lo necesito. Su respuesta se limitó a un arquear de cejas, como si los ojos fueran a levantar vuelo. La segunda respuesta tintineó en la taza al golpear el orillo del plato. La tercera manchó levemente el mantel bordó al caer desde la taza.
Él no lo advirtió por la escasa iluminación. Apenas si podía ver el contorno de ella. Sé que siempre estás ahí. Vos también, le respondió. Sólo ella era capaz de franquear esa oscuridad forzada por la ausencia de ventanas ante el peligro de inundación. Era una oscuridad en tinieblas, como la de quien se ha cansado de ver con la vista. Afuera se escuchaba el golpear de la arena contra las paredes enchapadas. En cualquier momento el agua crecería hasta correr como una riada por debajo de la casa. Podía sentirla viniendo. Sabía que esta vez pasaría de largo.
La última imagen que ella tuvo de la casa fue la hechura acanalada de las placas: un detalle que no había advertido al llegar. La cara de él se había acanalado con el tiempo: pero ella sólo lo advirtió cuando se despidió en la rampa frontal de la casa. Por esas canaletas debía de haber corrido mucha sombra. Tanta oscuridad le había despellejado el rostro. Pequeños colgajos blancuzcos se le desprendían de la piel y se le metían por la barba entrecana. Pero ella, en contrapartida, no estaba dispuesta a despellejarse tras caminar tantas horas bajo el sol. Sabía que no regresaría. Comprendió que la oscuridad también tiene su sombra.
martes, 20 de marzo de 2007
Bush con la voz entrecortada
Brando, Pocahontas y yo
BUSH CON LA VOZ ENTRECORTADA
Alejandro Roselló
COLONIA.
Los helicópteros sobrevolaban la casa. El ruido trémulo de los motores entraba a la cocina. Intenté permanecer indiferente. La doméstica, en cambio, dejó de revolver la olla y se acercó a la ventana. El jardinero me pidió permiso para subir al techo. Intenté permanecer indiferente, pero acabé por exaltarme. Los tres subimos a la azotea.
“Así debieron de sentirse los irakíes cuando estos los invadieron”, dijo el jardinero. “Bueno…”, contesté, y mi mal humor me impidió seguir. Sí, había helicópteros norteamericanos, pero no caían bombas ni había columnas de humo. Apenas unos helicópteros despeinando a tres idiotas. Era imposible ponerse en la piel de un irakí durante el bombardeo a Bagdad.
Sin embargo, el planteo del jardinero encerraba una verdad innegable. Estos helicópteros pertenecían a la misma fuerza aérea que había invadido Afganistán e Irak. Estos aparatos surcaban el mismo aire que los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas. Estos helicópteros quizás transportaran al Presidente que, en respuesta a ese ataque, había iniciado una campaña en Medio Oriente. Los Estados Unidos sobrevolaban la casa.
Eran varios. Iban en direcciones contrarias. Algo así como los hombres de izquierda en Uruguay; esos que, al mismo tiempo, estaban dentro de la estancia presidencial y estaban fuera, acordaban con el presidente norteamericano y lo repudiaban. Unos volaban hasta desaparecer cuando les convenía, otros reaparecían en el cielo en la posición más inesperada y era difícil saber con certeza si se trataba del mismo helicóptero.
La visita oficial de Bush a la estancia presidencial de Anochorena tocaba a su fin. Así lo decía la tele y así lo gritaba la doméstica, ya en tierra. Los cuatro ojos restantes –y expectantes-escudriñaron el cielo. El presidente debía estar pasando por allí, pero se había multiplicado por tantos helicópteros, que no dudamos en que lo habíamos perdido de vista. El jardinero especulaba con que el helicóptero del mandatario se desviaría de su curso para sobrevolar el Barrio Histórico de la ciudad. Quizás lo hizo.
Detrás quedaba el río San Juan y la promesa de una ley más justa con los inmigrantes, detrás quedaba el monte nativo de San Pedro y la intención de profundizar la relación comercial entre ambos países, detrás quedaban las viñas que bordean el camino a La Arenisca y un programa para enseñar inglés en Uruguay. Al alejarse de Anchorena, la voz entrecortada del presidente norteamericano debió retumbar contra las barrancas arcillosas de la costa y reverberar sobre el Plata; haciendo ondular el espejo que, a esa hora de la tarde, era el río. Su sombra debió aletear oblonga sobre esos lugares a medio camino entre Anchorena y Colonia.
Su voz, humana esa vez, había sonado firme ante el presidente Vázquez, en un intercambio de buenas voluntades. Ahora éstas deberán traducirse en medidas concretas, en bienestares concretos. El jardinero rechazaba la visita del mandatario estadounidense, pero fue el último en bajar de la azotea. A él –y a otros “él”- es a quien esta visita debería significarle mucho: no porque debiera desearla, sino porque debería implicar una mejora en su calidad de vida. Quizás la próxima, no se muestre tan intransigente. Quizás la próxima, al ver helicópteros norteamericanos, no crea estar en Irak. Quizás la próxima, el cielo esté aún más despejado.
BUSH CON LA VOZ ENTRECORTADA
Alejandro Roselló
COLONIA.
Los helicópteros sobrevolaban la casa. El ruido trémulo de los motores entraba a la cocina. Intenté permanecer indiferente. La doméstica, en cambio, dejó de revolver la olla y se acercó a la ventana. El jardinero me pidió permiso para subir al techo. Intenté permanecer indiferente, pero acabé por exaltarme. Los tres subimos a la azotea.
“Así debieron de sentirse los irakíes cuando estos los invadieron”, dijo el jardinero. “Bueno…”, contesté, y mi mal humor me impidió seguir. Sí, había helicópteros norteamericanos, pero no caían bombas ni había columnas de humo. Apenas unos helicópteros despeinando a tres idiotas. Era imposible ponerse en la piel de un irakí durante el bombardeo a Bagdad.
Sin embargo, el planteo del jardinero encerraba una verdad innegable. Estos helicópteros pertenecían a la misma fuerza aérea que había invadido Afganistán e Irak. Estos aparatos surcaban el mismo aire que los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas. Estos helicópteros quizás transportaran al Presidente que, en respuesta a ese ataque, había iniciado una campaña en Medio Oriente. Los Estados Unidos sobrevolaban la casa.
Eran varios. Iban en direcciones contrarias. Algo así como los hombres de izquierda en Uruguay; esos que, al mismo tiempo, estaban dentro de la estancia presidencial y estaban fuera, acordaban con el presidente norteamericano y lo repudiaban. Unos volaban hasta desaparecer cuando les convenía, otros reaparecían en el cielo en la posición más inesperada y era difícil saber con certeza si se trataba del mismo helicóptero.
La visita oficial de Bush a la estancia presidencial de Anochorena tocaba a su fin. Así lo decía la tele y así lo gritaba la doméstica, ya en tierra. Los cuatro ojos restantes –y expectantes-escudriñaron el cielo. El presidente debía estar pasando por allí, pero se había multiplicado por tantos helicópteros, que no dudamos en que lo habíamos perdido de vista. El jardinero especulaba con que el helicóptero del mandatario se desviaría de su curso para sobrevolar el Barrio Histórico de la ciudad. Quizás lo hizo.
Detrás quedaba el río San Juan y la promesa de una ley más justa con los inmigrantes, detrás quedaba el monte nativo de San Pedro y la intención de profundizar la relación comercial entre ambos países, detrás quedaban las viñas que bordean el camino a La Arenisca y un programa para enseñar inglés en Uruguay. Al alejarse de Anchorena, la voz entrecortada del presidente norteamericano debió retumbar contra las barrancas arcillosas de la costa y reverberar sobre el Plata; haciendo ondular el espejo que, a esa hora de la tarde, era el río. Su sombra debió aletear oblonga sobre esos lugares a medio camino entre Anchorena y Colonia.
Su voz, humana esa vez, había sonado firme ante el presidente Vázquez, en un intercambio de buenas voluntades. Ahora éstas deberán traducirse en medidas concretas, en bienestares concretos. El jardinero rechazaba la visita del mandatario estadounidense, pero fue el último en bajar de la azotea. A él –y a otros “él”- es a quien esta visita debería significarle mucho: no porque debiera desearla, sino porque debería implicar una mejora en su calidad de vida. Quizás la próxima, no se muestre tan intransigente. Quizás la próxima, al ver helicópteros norteamericanos, no crea estar en Irak. Quizás la próxima, el cielo esté aún más despejado.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)