martes, 24 de abril de 2007

Sin oidos (con tilde en la i) dispuestos


Él es Eduardo Maquieira, tiene vocación novelera televisiva, nidos de ratas y sangre en la memoria, y maneja con habilidad el silencio y el espacio de lo inexplicable. La inspiración estilosa se la reconocemos a António Lobo Antunes.
Ahí queda eso (y hasta la serpiente que no se desliza por el texto).

Sin oídos dispuestos

Los perros comenzaron a ladrar. Anunciaban su llegada. Yo estaba sentado en el cantero, en el fondo, cerca de la anacahuita: el mismo lugar en el que estamos sentados los tres hermanos comiendo sandía quince años atrás, en la foto de la mesita de la cocina. Escuchaba música, algo que me habían prestado y la paré al observar los nervios mudos de los guardianes. De repente pasa la bicicleta blanca casi en silencio, porque una vez que entraba, los perros se callaban. Por esos días estaban atados con una cadena, de lengua afuera, con energía acumulada. Locos parecían, pero el tiempo los liberó. Suerte que no tuvo el pobre Toby. El señor que conduce la bicicleta parece cansado, pero al mismo tiempo dispuesto a trabajar en su huerta. Estaba cansado. Cansado de su casa, de que lo trataran mal, de que no reconocieran su trabajo.
Esa bicicleta fue de mi padre, de su adolescencia. Un día la negociaron y pasó a ser propiedad del señor. El asiento trasero cargaba sus herramientas, sujetadas por las cuerdas que siempre tenía guardadas en algún bolsillo. Cuando se acercó al portón del terreno del fondo, me vio. Estiró un brazo y me saludó con la mano. Le respondí de la misma manera, pero ya no miraba, estaba atento a no pisar los vidrios del terreno abandonado, sin dueño definido: lo negociaron de palabra mi bisabuelo y un vecino y ahora las hijas no se deciden a quién pertenece. No necesitaba acercarme al terreno para saber lo que estaba haciendo. Seguramente se había puesto la bolsa de red en la cabeza, esa que estaba en el galpón de casa, que llegó un día sosteniendo unos cuantos kilos de papas. Era su protección para evitar las picaduras de las abejas. El vecino del fondo acostumbraba tener paneles. Me cansé de contar las veces que alguna se enredaba en mi cabellera y dejaba una lanceta clavada como recuerdo de su visita.
Desactivé el pause y el disco comenzó a girar nuevamente. La música me llevó a otra galaxia, reforzaba lo que no tenía fuerza: las historias que pensaba débiles parecían las mejores del mundo; los personajes tristes cobraban valor y ganaban intenciones de dominar el mundo; recobraba voluntad para llegar lejos, sin límites. El efecto aún continúa. Pero la debilidad vuelve con un simple pause. Un stop. El final de la música. Baterías agotadas. La música estaba y está aquí, manipulando mis pensamientos. Yo sabía lo que yo estaba pensando, pero no sabía lo que él estaba pensando. El pobre viejo dejaba su alma en aquella huerta, trabajando incómodo con la bolsa en la cabeza. Su piel brillaba de transpiración. Y las palmeras de ese terreno, nidos de ratas, intranquilizaban el ambiente. Y al sonido de las abejas se le suman los mosquitos del tanque oxidado abandonado, alguna vez relleno del aceite que les gustaba a los camiones. Una vez más yo intentaba descifrar qué pensaba. Me cuestiono qué pensaba.
Conozco a sus hermanos y cada día que se refieren a él se nota claramente que no llegaron a conocerlo. Cuando él los iba a visitar lo atormentaban a preguntas sobre su familia. Cuando le preguntaban algo sobre él, era por salud, nada más. Seguramente les preocupaba cómo su esposa mantendría a la familia sin su jubilación. Nadie sabe nada más sobre él. Porque nunca nadie se lo preguntó. Pero el tampoco se acercó nunca a nadie. Ya era su forma de ser. Frío. Mataba a los gallos de la manera más lenta: los ataba de las patas con un alambre y los colgaba de una de las palmeras, después comenzaba a cortarle lentamente el cuello; a medida que comenzaba a correr sangre, la vida se desprendía de aquellos que habían sido mis pequeñas mascotas; cuando el corte de cabeza finalizaba el cuerpo se desprendía del alambre y empezaba a aletear en el piso hasta paralizarse. Él sonreía. Yo miraba, en silencio, desde lejos.
Me contaron que el terreno tiene dueño definido, se lo quedó la hija del vecino. El sonido de las abejas ya no está presente. Las ratas están sólo en una palmera. En la otra hay palomas, ratas con alas. Me acuerdo de la bicicleta blanca y de la conversación de siempre
-Está bravo el calor.
Y yo
- Sí. Insoportable
y ahí terminaba el diálogo.
Cuando lo escuchaba conversar con alguien siempre hablaban del clima y del agro o de los demás. Nunca se incluía en las conversaciones. Poco a poco conozco más a las personas que lo rodeaban. El señor nunca tuvo oídos ajenos dispuestos a escucharlo, se formó así. En su familia nadie se comunica, viven de los problemas, viven de los límites que ellos mismo se imponen. Si pasa hoy en la bicicleta, seguramente me sacaré los audífonos y cuando llegue al terreno, me acercaré a conversar.

miércoles, 11 de abril de 2007

Yo-Yo


Ella, ella (sí, el chiste es malo) hace del ombligo virtud. Ella es Flavia Mena y qué bien va y viene jugando con el estilo de Millás.

Yo-Yo
Hace un rato este título tenía sentido. Por un momento me sentí invadida por mi otro yo. Ese que nos trae pensamientos ilógicos o simplemente fuera de contexto. Vienen y se van, sin pedir permiso, pero siempre nos dejan la misma interrogante: ¿para qué vinieron?
Por ejemplo, hoy me levanté con un fuerte dolor en la rodilla izquierda. Cada tanto me pasa, pero se va en el correr del día. No le atribuyo ninguna relación con la lluvia, como hacen los ancianos, pero me llama la atención que siempre se presenta durante las mañanas (horario que detesto). Hace media hora, mientras chequeaba el correo, se me vino a la cabeza la palabra reencarnación. La escribí en el Google y entré a cualquier resultado. Al quinto. Una vista rápida a la página (reencarnación.de.tt) y leo: “Gran cantidad de lo que nos ocurren en la vida actual provienen en gran medida de acontecimientos ocurridos en vidas anteriores”. Tanto palabrerío para decir que uno también es otro. Enseguida lo uní con mi rodilla.
De repente, ingresa un virus a mi computadora. No puedo dejar de pensar que es mi otro yo. Lo único que pretende es atención. Trato de estirar la pierna izquierda pero no puedo. Realmente quiero dejar de pensar en eso pero parece imposible. Todo me encierra en mí misma. Cuando mi mente parecía explotar, todo se calma. Vuelvo a ser yo.
No siento la rodilla, se ve que aquel recuerdo se cansó de buscar mi atención. Pero estoy segura de que en unas semanas regresará, y me hará escribir cosas con poco sentido. Si pudiera evitarlo lo haría, pero la frontera entre él y yo es muy delgada. Es como la vida y la muerte. El ruido y el silencio. La oscuridad y la luz. Cuando una está presente, no puede estar la otra.
Mientras tanto, sigo leyendo la página sobre la reencarnación. Sin ningún motivo. Parece que todo es un círculo de palabras que sólo tienen sentido dentro de la misma página. La idea de cambiar de cuerpo no me tienta, aunque debo reconocer que siempre me pregunté qué pasaría si yo fuera otro yo.

La lluvia


Mariana Scasso consigue algo bello con la lluvia, y su cabecera coincide con el título de una película de Marilyn Monroe. ¿Qué más queréis, mortales?
(Ella usó algunas negritas y cursiva, pido disculpas por su ausencia).
La imagen corresponde a un día de lluvia de este febrero (tras otro día de nieve), en Cebreiro, aldea puerta de Galicia en el Camino de Santiago.

BUS STOP

La lluvia

La lluvia transporta a las personas a lugares inimaginables, tiene un poder especial de transformación, convierte el vapor en agua y el tiempo en historias. Llueve, los cines se colman, los libros se desempolvan, los televisiones se encienden y las personas sueñan. El tiempo presente se detiene y el celuloide corre con historias ajenas que por esa hora y veinte son vividas y sentidas, compartidas e interiorizadas. El espacio se reduce y se amplía en otros lugares y tiempos, en otros climas y estados. Llueve, y los nubarrones oscurecen el cielo.
Las personas duermen y sueñan con historias surrealistas cargadas del inconsciente individual donde fluyen personajes conocidos y lugares desconocidos. La lluvia las transforma. Realizan un ritual por el incesante rumor. Se acomodan en un sillón, en una posición confortable, ya sea con los pies extendidos o recogidos. Escogen un libro de interés, en formato cuento para los ansiosos que les gusta empezar y terminar la historia el mismo día, novelas para los que prefieren los suspensos, y ensayos para los que eligen las teorías sobre la inmortalidad de la langosta y quieren conectarse con el REM sin muchos trámites. La lectura se puede acompañar con una bebida a gusto del consumidor: alcohólica, caliente o refrescante (té, vino, agua, sprite o arsénico). Para realizar un ritual más estimulante se recomienda no ambientar con música, se acopla con la lluvia. Los nubarrones promueven que la gente se acurruque y encuentre deleite en los espacios personales.
Los indicadores de esta extraña alquimia son tan variados como sus nombres. Mi hijita, lleve paraguas que esta lluvia boba, moja aunque no parezca, me recomendó una señora del cuarto piso con varias lluvias encima, a la salida de mi edificio Ahí está: lluvia boba. Y yo, con calor y sin ganas de subir a buscar el paraguas y cargar después con él, argumenté que iba cerca y estaba apurada. El año pasado, una señora con una bolsa de mandados por la calle Ponce agregó otro sinónimo de llovizna. No había sabido guiarla al hospital Americano. No sé si entendió mis indicaciones, porque no lograba descifrar bien las palabras que se le colaban por los dientes, y entre ellas distinguí una palabra desconocida para mí en ese momento: garuaba. No sabía si era una palabra para ingresar en el almacén de mi memoria o una invención mía por no haber oído bien lo que me decía la señora. Un gran conocedor de la lengua castellana, un taxista amable que me transportó hasta mi destino en escaso tiempo, mientras diluviaba, me sacó de la incertidumbre, y explicándome como un gran catedrático que era una palabra típica del lenguaje rural. Deben de existir otros sinónimos de la lluvia que todavía me restan por conocer.
Un gaucho me aseguró que la invasión de moscas indica lluvia; un navegante me afirmó que el mar en bajante es señal de lluvia; un enamorado de la adolescencia me aseveró que los atardeceres entre nubes son síntomas de lluvia; mi padre me dijo que la aureola en la luna indica lluvia. Y hay más, un juego de mesa con el que me entretenía de pequeña, explicaba en los cartones de animales e insectos, que la libélula anunciaba la lluvia. Ayer, a las nueve de la noche, una continuista de cine me pronosticó precipitaciones (ahí está, otro nombre) para el día de hoy, por la alta temperatura que padecíamos a esa hora. Acertó. Hoy llovió, oscureció temprano y en una hora me voy al cine.