lunes, 11 de junio de 2007
Entre el cielo y el suelo
Entre el cielo y el suelo pasea Analía Parra. "Mamasa" (escribir "mamaza" no es lo mismo), a decir de los obreros del andamio; para nosotros, periodista del costumbrismo bajo su cabecera "Uruguayeces", pendiente de los bajos vuelos de mucha gente común.
Para la imagen me elevé..., elegí el cielo.
Uruguayeces
ENTRE EL CIELO Y EL SUELO
Los edificios en construcción de Montevideo tienen esa marca inconfundiblemente uruguaya: la del apachorramiento. Pasan meses y meses antes de que un piso esté terminado. Y la fecha de inauguración, que aparece en el enorme cartel de la constructora, se tacha y se cambia cada tanto. Pero así también son quienes trabajan edificando. Tienen tiempo para todo: para conversar, tomar mate, jugar en los andamios y hasta entretenerse con las transeúntes.
Camino a la universidad recibo todas las mañanas un epíteto baboso de alguno de los obreros del futuro penhouse de Eduardo V. Haedo y Bvar. Artigas. A pocos metros de distancia, el olor a cemento mezclándose en el tanque de la hormigonera, entreverado con el ácido de los sobacos propio del esfuerzo, me alertan lo que se viene. Uno de los que trabaja parado en el andamio —nunca sé bien si en el sexto o séptimo piso, porque no me atrevo a mirar tan alto— pega un chiflido. Alguna que otra vez he caído en la torpeza de responderle con la mirada. En seguida, los compañeros que en suelo firme transportan escombros en carretillas alardean del macho que llevan dentro. “¡Mamasa!, ¡qué cola que tenés!” es el piropo más suave que una puede recibir. De ahí en adelante, todo un espectro de comparaciones con la fauna autóctona es posible. No importa si el par de piernas que pasan transporta 40 ó 120 kilos, aunque las preferidas son las que se menean en pollera o las de vaqueros ajustados, que realzan sus atributos.
Con guantes sucios que parecen manoplas, camiseta de tiradores agujereada y botas amarillas como las de los bomberos, estos hombres de los ladrillos son personajes de lo más mediáticos. Su sindicato es como las empresas públicas, siempre aparecen en televisión. Pero la mayoría de las veces alcanzan el estrellato cuando se han estrellado.
Era hora de almorzar y los constructores habían tirado unos chorizos en un medio tanque, sobre la vereda. Tomaban vino en botellas de plástico, como si fuera agua. Pasé como todos los días, pero decidida a enfrentar al primero que se me cruzara. Y me encontré con una multitud rodeando la esquina de Víctor Haedo y Bvar. Artigas. La mayoría eran mujeres, con cara de “se lo merece”. Me abrí paso entre ellas y pude ver una ambulancia que cargaba en una camilla a un obrero. Era uno de esos típicos casos de negligencia, por no querer usar el cinturón de seguridad.
Aún consciente, el tipo me miró, horrorizado. Recordé entonces que esa mañana, cuando pasaba por la obra, mientras ascendía colgado de un andamio, el ahora accidentado me había invitado a pasear por el cielo. Furiosa, le dije que tuviera cuidado que con tanto alcohol encima, iba a terminar paseando por el suelo.
sábado, 2 de junio de 2007
Diminutivos peligrosos
Ximena Hernández ha encontrado un tema jugoso y cort-ito donde clavar el tenedor (la chocolatada final es fundamental en este texto).
Para la ilustración recurrí a google, ¿que aparecería con un "ito"? franciscoponce.com y su pajarito ito, por ejemplo.
CON/TENEDOR y escabeche
Diminutivos peligrosos
“A mí cuando me vienen los itos me viene la itis”, decía mi abuela. Claro, cuando algo es grande viene el diminutivo detrás, sobre todo cuando se pide. “Es un favorcito nomás”, o “¿me prestás unos pesitos?”, o la típica “es un angelito, dejalo”. Ese ito disminuye, pero en realidad esconde un problema mayor. Es muy utilizado por los niños que luego de una travesura tienen que dar cuentas a sus padres: “Papito, tengo un problemita…”. (Mejor no incursionar en otros significados de “papito” y “mamita)”. También se utiliza para maximizar delicadamente: “viste qué sueldito tiene aquel”, o “qué cuerpito el de ella”.
En la política está mal visto. Si Astori hablara de la “reformita” tributaria, o de unos pesitos más para la educación y de sacarle unos pesitos a defensa y salud, a los afectados les da “alarmitis”, porque saben que las dimensiones del diminutivo en la práctica son muy elásticas.
Asimismo se usa para disminuir el sustantivo o para agrandarlo, pero tomándole el pelo al contrario. Unos partiditos fueron los que perdió Nacional en el Clausura, porque apuntó los dardos a la Libertadores. Acá quedaron los jugadorcitos y a peñarol –con minúscula a propósito para no ser tan mala con el diminutivo que le corresponde-, le agarró la coleritis aguda, porque encima un cuadrito le ganó el Clausura.
Un ito que no se toma como tal es el de maldito. ¡Maldito loco! Más bien es énfasis de que el otro es malo y que quieres que más maldad recaiga en él. O ¡maldito día me tocó hoy!, para descargar el mal humor que juntó en el día.
Si Batlle en su célebre frase “los argentinos son todos chorros del primero al último” hubiera metido un ito, le hubiera dado un énfasis que después sería más difícil de remover. Si hubiera dicho “toditos”, ese ito hubiera retumbado más tiempo en los oídos argentinos. Y si hablaba de “chorritos”, seguro que lo tomaban por loquito, por hacer bromitas de mal gusto en una acusación desubicada.
Seguro que por falta de ito su itis fue más leve. La gastritis por el estrés seguro que fue menor, pero la melancolitis no la pudo evitar –o la utilizó para dar “lastimita”, quien sabe-.
Las señoras educadas se toman un tecito con masitas –tecito es un decir fino, en realidad nada mejor que una chocolatada caliente con tostadas con manteca y torta con dulce de leche-. El ito funciona para la culpa, pero después lo de gordita te lo dicen cariñosamente, para no ofenderte. En fin, todos sabemos los múltiples significados del diminutivo.
sábado, 26 de mayo de 2007
Historia de caramelo
Romina Sánchez escribe cuentos disfrazados de columnas. Y queremos tanto a Romina... Éste es uno de sus mejores "Desencuentros". Acontece que lo dulce no siempre empalaga.
Desencuentros
Historia de caramelo
Braulio Spinetti quiere contarle algo a algún amigo, pero no tiene ninguno. En realidad los tiene, pero ahora está lejos. La gente que tiene cerca huele raro, camina lento y nadie come tostadas. Él quiere hacerse el distraído y tropezar con alguien que pueda ser su amigo. Pero ya lo ha leído por ahí y eso no es fácil que suceda.
Acontece que está enamorado. Bueno eso le parece. El otro día escuchó a Sean Penn decir en una típica película que enamorarse era levantarse pensando en una persona y acostarse pensando casi lo mismo. Es la definición más simple que ha escuchado al respecto, por eso le ha resultado sensacional.
No es la primera vez que le pasa, debe ser la décima. En realidad Braulio está enamorado desde que se hizo amigo de su razón. No recuerda algún momento de su vida que no lo haya estado. En su primera reunión social, el jardín de infantes, se enamoró perdidamente de los ojos de una compañerita muy tímida, que se escondía en su cabello castaño oscuro. Desde ahí el deporte de sufrir por lo que no tiene se ha hecho vicio. Es que no puede evitarlo. Tal vez podría hacerlo, pero elige esta montaña rusa de sentimientos antes que el aburrimiento de levantarse sin ninguna muchacha a quien flirtear.
Pareciera que su vida es fantástica, novelera y exótica. Ese es el discurso repetido hasta el infinito por sus amigos de lejos. Lo escuchan y envidian su cantidad de historietas. No conocen el secreto, Braulio cuenta sus aventuras con algunas piruetas inventadas. Pero no es tan divertido como parece. Más bien le resulta terriblemente agotador la cantidad de tiempo que invierte en amores inútiles y pasajeros, a los que se entrega con sinceridad y luego termina semidesnudo.
El problema es que esta vez es distinto. Es tan lindo lo que le pasa con esta increíble mujer que ni siquiera se atreve a sufrir su pérdida. ¿Por qué tiene que hacer el duelo si la ama con ingenuidad? Ya sabe que no la tiene, ni la va a tener, pero no le importa. Amarla ha significado volver brutalmente a ese amor de los cinco años. Quiere escribirle canciones, regalarle poemas, llevarla al teatro, contarle sus penas. Quiere irse al Congo, al Machu Pichu y a la feria Persa. No le importa… quiere tenerla cerca. Es que su olor lo lleva a sus orígenes, su gusto a frambuesa lo eleva a cuentos lunáticos.
Por dentro siente una avalancha de bellezas que le quiere decir… pero no la tiene. Pensó que escribiendo algunos versos románticos y desesperados podría aliviar su calor. Pero son sensaciones tan sublimes que no pueden morir en un papel, no es justo que se pierda tanto amor en la tinta. Por eso anda buscando alguien a la vuelta que esté dispuesto a deleitar su poesía.
Está triste porque descubrió que la gente no quiero escucharlo. Y no es porque no tenga amigos o porque no coman tostadas. Es porque la gente no quiere saber de pinceladas. Sólo quieren conocer una tragedia, un dolor, una pérdida. Debe de generarles envidia un amor tan sincero.
Allá va Braulio, con su amor entre las manos, buscando a quien le importe una historia de caramelo.
miércoles, 23 de mayo de 2007
Fusiones imaginarias
Mariana Scasso crea mundos en sus columnas, y quien leyó "La lluvia" ya lo sabe. Que nadie piense en el modelo de Manhattan Transfer (John Dos Passos), o en el de Fantasmas (Paul Auster); el cubo Rubik de un edificio que presenta Mariana Scasso pertenece a Mariana Scasso. Y aunque Eresfea incorpora la imagen descolorida de un Montevideo disfrazado de Londres, con la resistencia otoñal de un plátano, no pasa nada: el texto ya tiene color.
BUS STOP
Fusiones imaginarias
Cubierto por una capa de ozono agujerada en un continente dividido en norte y sur, ubicado en una zona de hermandades piqueteras en un pequeño país sin plata, caído junto a un río que la tiene en el nombre, de una ciudad arrinconada en un vecindario perdido, viven los colores. Si lee la oración anterior en voz alta, atropelladamente y casi sin respirar, tarda catorce segundos y siete milésimas, y actúa como los rojos. Ahora, si quiere parecerse a los plateados, la leerá respetando las comas, modulando cada sílaba y exhalando con voz armoniosa en dieciséis segundos y dos milésimas de segundo. La gama de los colores vive en un edificio de ese vecindario, perdido en la ciudad arrinconada del país pequeño, entre vecinos piqueteros del continente dividido del planeta agujerado. Respire.
Los rojos del 102 saludan al salir apurados del edificio, y a los doce segundos vuelven porque se olvidaron de algo; en cambio, los dorados del 305 ignoran la presencia de los otros y, despectivos, se retiran acompasadamente. Las paredes separan los colores, y la humedad invade cada apartamento de los 10. 000 metros cuadrados del edificio. La comunidad de los verdes del 506 tapa, despreocupada, las manchas de humedad con enredaderas. Los marrones, meticulosos, del 401 trazan cuadrados alrededor de las manchas y cada día, apuntan en una planilla, la expansión de la mancha para quejarse en la Administración. En cambio, los violetas del 603, envidiosos de que sus manchas sean más chicas que la de sus vecinos, no limpian las paredes para que se propague el moho. En el último piso, los amarillos del 709 encandilan con glamour y aún más cuando están de moda. Nunca se los encuentra de noche.
Son las nueve de la noche. El azul del 204, apoyado en la baranda del balcón, se deja llevar por el suave movimiento de la copa de los arbustos. Abajo, los rojos bailan flamenco con la música al máximo, y arriba, los plateados herméticamente encerrados en los 109 metros cuadrados de su apartamento recitan, petulantes, poemas del siglo XVI, incapaces de ventilar su mente. De la ventana de los verdes sale humo dulzón y se oyen coros acompañados con risas y acordes de un par de guitarras. Son las nueve y cuatro minutos y, lógicamente, los marrones cenan sentados alrededor de la mesa con un silencio sepulcral, mientras los violetas discuten a gritos quién dijo primero el que llevó mejor puntaje en un concurso de baile de la televisión, aparato siempre encendido, aun cuando no estén. El azul, indiferente a los ruidos, se mira en el estrellado cielo del planeta agujerado, de la vía Láctea sólida y del universo desconocido dentro de su universo infinito.
El 16 de febrero de 2007, a las 14 y 22 minutos con 34 segundos y 37,38,39 milésimas de segundo, al azul se le prendió la lamparita. Leía las teorías de la reproducción de la langosta meridional originaria de los yuyos del jardín de Don Rodríguez, mientras se derretía sofocado en el vecindario perdido y abandonado en la ciudad arrinconada en el país pequeño sin plata y piqueteado... ya saben. Comprendió el valor de las mezclas. Intentó fusionar a los plateados con la confraternidad de los verdes, para ver si les podía reducir un poco el egocentrismo y la desesperación por llegar primero sin que importe nada, vendiendo hasta a su madre porque él y él son lo único que le interesa. Buscó que los desordenados y apurados rojos adquirieran un poco de la meticulosidad de los marrones y que los marrones recibieran un poco de la espontaneidad del rojo. El glamour nochero de los amarillos debía fundirse en los violetas para que conocieran el mundo distinto de la caja multimedia y los amarillos adquieran un poco de tranquilidad. Pero las teorías son sólo eso, puras conjeturas. Los colores siguen viviendo en los 10.000 metros cuadrados del edificio, sin mezclarse, desperdiciando el potencial fusionado.
sábado, 19 de mayo de 2007
Lección 8: Toponimia
Alejandro Roselló no es nuevo en estos pagos de col-um-na. Ahora vuelve con una columna metacinematográfica (qué palabro) y casi magnética, donde hay puntos cardinales para perderse.
La fotografía también miraba al sudeste.
Brando, Pocahontas y yo.
LECCIÓN 8: TOPONIMIA
Rantés se para en el patio del psiquiátrico con una verticalidad asombrosa. Se yergue con la estampa de quien lleva una vida recta. Mira a la distancia, como si planeara a largo plazo. Lo ocupan disquisiciones elevadas, no tiene ganas de limpiarse los hilos de baba. Lleva de proa gorgoritos de saliva boquiabierta.
El director del hospital lo observa desde su despacho y concluye que Rantés siempre mira al sudeste. Suele estar así entre tres y cuatro horas.
Los test de inteligencia lo dan como un hombre superdotado, pero él dice ser un holograma. Lo analiza todo desde una perspectiva racional, pues el láser no tiene terminaciones nerviosas. Pero su racionalidad se hace a un lado por momentos: entre los demás enfermos, se ha convertido en un profeta. Se dice Extraterrestre y el médico que lo trata dice Jesucristo. Es un enviado que tiene su Dios en el sudeste.
El misterio del sudeste es ubicuo: desde cualquier lugar se puede mirar en esa dirección, y siempre será misterioso, porque la visión humana es demasiado corta como para realmente ver el sudeste. Quizás la razón extraterrestre no lo sea.
Si se avanza hacia él, tampoco se lo verá, porque la posición cardinal se presenta como un punto espacial al que jamás se podrá llegar. Un sitio que defiende su misterio corriéndose más hacia el sudeste cada vez que alguien intenta acercarse a él. Rantés, superdotado, no intenta la imbecilidad de acercarse a él. Sólo lo observa, absorto, observa.
A Rantés se lo ve en picado, en el patio del Borda, y el plano sólo dura unos segundos. ¿Por qué no una película de cuatro horas con Rantés mirando al sudeste? ¿Acaso no es otra manera de inducir el mismo misterio?
Andy Warhol se filmó durmiendo durante seis horas, un gran plano secuencia, onírico. La mente es aquí un sudeste inconsciente; un hombre que con los ojos dados vueltas, mira hacia sí.
Eliseo Subiela construye un misterio cortando negativos. Cortando y montando, distintos cineastas han creado misterios que me cuesta creer sólo sean de celuloide. ¡No lo son! Los misterios del cine se perpetúan en la vida de los personajes. Estos sólo han visto la luz durante la hora y media de proyección. Sin embargo, viven siempre y renacen cada vez que se proyecta nuevamente una copia del filme.
Otras veces los misterios del cine están en un punto cardinal: es El sur de Erice, un microcosmos al que miro cada tanto durante hora y media, como Rantés mira al sudeste por tres o cuatro.
Hombre mirando al sudeste, de Eliseo Subiela, resume los dos tipos de misterio, y el título de la película los resume aún más. Rantés mira al sudeste y tiene ascendencia sobre los demás enfermos, quienes creen en su prédica holográfica. Yo creo en la prédica de luces y sombras del cine, en esa suma de haces que no componen a un hombre sino a muchos.
El domingo por la tarde, compuso a Rantés, que decía ser holográfico y que en la pantalla del cine estuvo a punto de serlo, proyectado desde el fondo de la sala. Ese hombre que he decidido que sea un misterio. Ese hombre del que intento saber qué sueña, cuando no mira fijo al horizonte.
martes, 8 de mayo de 2007
Copiar y pegar
Joaquín Ramos corre rápido como un Fórmula 1 por una columna que tiene un regusto buscado a Julio Camba. ¿Quién tendrá la osadía de contrariar las observaciones de un hombre que aprecia la ortodoxia del silencio, puede citar a Raymond Carver y está leyendo una recopilación de cuentos de Sábato?
(Por cierto, Adán y Eva no comían manzana).
En la imagen, alumnos cerca la puerta de la Universidad de Montevideo. No se preocupen, sólo hablan de cosas trascendentes y, además, en voz baja.
De la azotea
COPIAR Y PEGAR
Por Joaquín Ramos
-¿Qué estás leyendo?
-Un libro.
-¿No jodas? ¿En serio?
Hay muchas cosas para leer. Hay revistas, cuentos, diarios, cómics, libros, y hasta aerosoles de ambiente en los baños. ¿Por qué no pueden aceptar que uno simplemente esté leyendo un libro?
Como si la respuesta fuera un insulto. Las personas piensan que uno arremete contra su inteligencia. Pero no lo hacemos con mala intención. Mi hermana me veía salir de casa vestido con ropa deportiva y con un par de zapatos de fútbol en la mano. Me preguntó a dónde iba. Yo le contesté que al zapatero.
Hay que saber por qué viene la pregunta. ¿Es un tema de curiosidad e interés insaciable? ¿O simplemente preguntamos para ser corteses y quedar bien? Tal vez lo hacemos para iniciar conversación.
Esas preguntas con respuesta obvia como la de qué estamos mirando cuando en la pantalla jugaban Italia y Francia es la típica de la persona que recién llega y no sabe cómo hacer para que le presten atención. No puede entrar silenciosamente, una llegada inexistente para la mayoría. No. Tiene que ingresar hablando en voz alta mientras comenta todo lo “terrible” que le pasó ese día. Aunque eso tan terrible sea que el guarda malvado le haya dado muchas monedas de cincuenta céntimos.
Creo que esas personas no conocen el real valor del silencio. Aunque logren una entrada triunfal, y por triunfal entiendo lo más cautelosa posible, casi imperceptible, no pueden aguantarse ni cuatro minutos.
-¿Y cómo va el partido?
¿Existe acaso algún espectáculo deportivo que no presente el tanteador con el resultado parcial en la esquina izquierda superior de la pantalla? Si conocen uno, por favor háganmelo saber. Me postularé como jefe de producción del programa. O del canal.
Y no hay señal posible que les haga saber que sus preguntas no son bienvenidas. Ni las miradas, el silencio demasiado prolongado después de cada pregunta, el cruce incesante de piernas, ni el “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?” que me enseñó Raymond Carver.
Y por lo general son las mujeres. No quiero sonar machista, pero es así. Y no creo que puedan negarlo. Son esclavas del cumplido o de la charlatanería. No pueden evitarlo, su herencia viene desde el principio de los principios. Cuando Eva le preguntó a Adán qué estaba comiendo, justo antes de ser desterrados del Paraíso.
-Ya sé que es un libro, idiota.
-Bueno, ¿y yo por qué tengo que suponer eso?
-Te pregunté qué libro estás leyendo.
A veces me gustaría que las conversaciones tuvieran las herramientas del Chat. Copiar y pegar y ella hubiera quedado en evidencia.
-Ah. Cuentos que me apasionaron 2, una recolección de Sábato.
martes, 24 de abril de 2007
Sin oidos (con tilde en la i) dispuestos
Él es Eduardo Maquieira, tiene vocación novelera televisiva, nidos de ratas y sangre en la memoria, y maneja con habilidad el silencio y el espacio de lo inexplicable. La inspiración estilosa se la reconocemos a António Lobo Antunes.
Ahí queda eso (y hasta la serpiente que no se desliza por el texto).
Sin oídos dispuestos
Los perros comenzaron a ladrar. Anunciaban su llegada. Yo estaba sentado en el cantero, en el fondo, cerca de la anacahuita: el mismo lugar en el que estamos sentados los tres hermanos comiendo sandía quince años atrás, en la foto de la mesita de la cocina. Escuchaba música, algo que me habían prestado y la paré al observar los nervios mudos de los guardianes. De repente pasa la bicicleta blanca casi en silencio, porque una vez que entraba, los perros se callaban. Por esos días estaban atados con una cadena, de lengua afuera, con energía acumulada. Locos parecían, pero el tiempo los liberó. Suerte que no tuvo el pobre Toby. El señor que conduce la bicicleta parece cansado, pero al mismo tiempo dispuesto a trabajar en su huerta. Estaba cansado. Cansado de su casa, de que lo trataran mal, de que no reconocieran su trabajo.
Esa bicicleta fue de mi padre, de su adolescencia. Un día la negociaron y pasó a ser propiedad del señor. El asiento trasero cargaba sus herramientas, sujetadas por las cuerdas que siempre tenía guardadas en algún bolsillo. Cuando se acercó al portón del terreno del fondo, me vio. Estiró un brazo y me saludó con la mano. Le respondí de la misma manera, pero ya no miraba, estaba atento a no pisar los vidrios del terreno abandonado, sin dueño definido: lo negociaron de palabra mi bisabuelo y un vecino y ahora las hijas no se deciden a quién pertenece. No necesitaba acercarme al terreno para saber lo que estaba haciendo. Seguramente se había puesto la bolsa de red en la cabeza, esa que estaba en el galpón de casa, que llegó un día sosteniendo unos cuantos kilos de papas. Era su protección para evitar las picaduras de las abejas. El vecino del fondo acostumbraba tener paneles. Me cansé de contar las veces que alguna se enredaba en mi cabellera y dejaba una lanceta clavada como recuerdo de su visita.
Desactivé el pause y el disco comenzó a girar nuevamente. La música me llevó a otra galaxia, reforzaba lo que no tenía fuerza: las historias que pensaba débiles parecían las mejores del mundo; los personajes tristes cobraban valor y ganaban intenciones de dominar el mundo; recobraba voluntad para llegar lejos, sin límites. El efecto aún continúa. Pero la debilidad vuelve con un simple pause. Un stop. El final de la música. Baterías agotadas. La música estaba y está aquí, manipulando mis pensamientos. Yo sabía lo que yo estaba pensando, pero no sabía lo que él estaba pensando. El pobre viejo dejaba su alma en aquella huerta, trabajando incómodo con la bolsa en la cabeza. Su piel brillaba de transpiración. Y las palmeras de ese terreno, nidos de ratas, intranquilizaban el ambiente. Y al sonido de las abejas se le suman los mosquitos del tanque oxidado abandonado, alguna vez relleno del aceite que les gustaba a los camiones. Una vez más yo intentaba descifrar qué pensaba. Me cuestiono qué pensaba.
Conozco a sus hermanos y cada día que se refieren a él se nota claramente que no llegaron a conocerlo. Cuando él los iba a visitar lo atormentaban a preguntas sobre su familia. Cuando le preguntaban algo sobre él, era por salud, nada más. Seguramente les preocupaba cómo su esposa mantendría a la familia sin su jubilación. Nadie sabe nada más sobre él. Porque nunca nadie se lo preguntó. Pero el tampoco se acercó nunca a nadie. Ya era su forma de ser. Frío. Mataba a los gallos de la manera más lenta: los ataba de las patas con un alambre y los colgaba de una de las palmeras, después comenzaba a cortarle lentamente el cuello; a medida que comenzaba a correr sangre, la vida se desprendía de aquellos que habían sido mis pequeñas mascotas; cuando el corte de cabeza finalizaba el cuerpo se desprendía del alambre y empezaba a aletear en el piso hasta paralizarse. Él sonreía. Yo miraba, en silencio, desde lejos.
Me contaron que el terreno tiene dueño definido, se lo quedó la hija del vecino. El sonido de las abejas ya no está presente. Las ratas están sólo en una palmera. En la otra hay palomas, ratas con alas. Me acuerdo de la bicicleta blanca y de la conversación de siempre
-Está bravo el calor.
Y yo
- Sí. Insoportable
y ahí terminaba el diálogo.
Cuando lo escuchaba conversar con alguien siempre hablaban del clima y del agro o de los demás. Nunca se incluía en las conversaciones. Poco a poco conozco más a las personas que lo rodeaban. El señor nunca tuvo oídos ajenos dispuestos a escucharlo, se formó así. En su familia nadie se comunica, viven de los problemas, viven de los límites que ellos mismo se imponen. Si pasa hoy en la bicicleta, seguramente me sacaré los audífonos y cuando llegue al terreno, me acercaré a conversar.
miércoles, 11 de abril de 2007
Yo-Yo
Ella, ella (sí, el chiste es malo) hace del ombligo virtud. Ella es Flavia Mena y qué bien va y viene jugando con el estilo de Millás.
Yo-Yo
Hace un rato este título tenía sentido. Por un momento me sentí invadida por mi otro yo. Ese que nos trae pensamientos ilógicos o simplemente fuera de contexto. Vienen y se van, sin pedir permiso, pero siempre nos dejan la misma interrogante: ¿para qué vinieron?
Por ejemplo, hoy me levanté con un fuerte dolor en la rodilla izquierda. Cada tanto me pasa, pero se va en el correr del día. No le atribuyo ninguna relación con la lluvia, como hacen los ancianos, pero me llama la atención que siempre se presenta durante las mañanas (horario que detesto). Hace media hora, mientras chequeaba el correo, se me vino a la cabeza la palabra reencarnación. La escribí en el Google y entré a cualquier resultado. Al quinto. Una vista rápida a la página (reencarnación.de.tt) y leo: “Gran cantidad de lo que nos ocurren en la vida actual provienen en gran medida de acontecimientos ocurridos en vidas anteriores”. Tanto palabrerío para decir que uno también es otro. Enseguida lo uní con mi rodilla.
De repente, ingresa un virus a mi computadora. No puedo dejar de pensar que es mi otro yo. Lo único que pretende es atención. Trato de estirar la pierna izquierda pero no puedo. Realmente quiero dejar de pensar en eso pero parece imposible. Todo me encierra en mí misma. Cuando mi mente parecía explotar, todo se calma. Vuelvo a ser yo.
No siento la rodilla, se ve que aquel recuerdo se cansó de buscar mi atención. Pero estoy segura de que en unas semanas regresará, y me hará escribir cosas con poco sentido. Si pudiera evitarlo lo haría, pero la frontera entre él y yo es muy delgada. Es como la vida y la muerte. El ruido y el silencio. La oscuridad y la luz. Cuando una está presente, no puede estar la otra.
Mientras tanto, sigo leyendo la página sobre la reencarnación. Sin ningún motivo. Parece que todo es un círculo de palabras que sólo tienen sentido dentro de la misma página. La idea de cambiar de cuerpo no me tienta, aunque debo reconocer que siempre me pregunté qué pasaría si yo fuera otro yo.
La lluvia
Mariana Scasso consigue algo bello con la lluvia, y su cabecera coincide con el título de una película de Marilyn Monroe. ¿Qué más queréis, mortales?
(Ella usó algunas negritas y cursiva, pido disculpas por su ausencia).
La imagen corresponde a un día de lluvia de este febrero (tras otro día de nieve), en Cebreiro, aldea puerta de Galicia en el Camino de Santiago.
BUS STOP
La lluvia
La lluvia transporta a las personas a lugares inimaginables, tiene un poder especial de transformación, convierte el vapor en agua y el tiempo en historias. Llueve, los cines se colman, los libros se desempolvan, los televisiones se encienden y las personas sueñan. El tiempo presente se detiene y el celuloide corre con historias ajenas que por esa hora y veinte son vividas y sentidas, compartidas e interiorizadas. El espacio se reduce y se amplía en otros lugares y tiempos, en otros climas y estados. Llueve, y los nubarrones oscurecen el cielo.
Las personas duermen y sueñan con historias surrealistas cargadas del inconsciente individual donde fluyen personajes conocidos y lugares desconocidos. La lluvia las transforma. Realizan un ritual por el incesante rumor. Se acomodan en un sillón, en una posición confortable, ya sea con los pies extendidos o recogidos. Escogen un libro de interés, en formato cuento para los ansiosos que les gusta empezar y terminar la historia el mismo día, novelas para los que prefieren los suspensos, y ensayos para los que eligen las teorías sobre la inmortalidad de la langosta y quieren conectarse con el REM sin muchos trámites. La lectura se puede acompañar con una bebida a gusto del consumidor: alcohólica, caliente o refrescante (té, vino, agua, sprite o arsénico). Para realizar un ritual más estimulante se recomienda no ambientar con música, se acopla con la lluvia. Los nubarrones promueven que la gente se acurruque y encuentre deleite en los espacios personales.
Los indicadores de esta extraña alquimia son tan variados como sus nombres. Mi hijita, lleve paraguas que esta lluvia boba, moja aunque no parezca, me recomendó una señora del cuarto piso con varias lluvias encima, a la salida de mi edificio Ahí está: lluvia boba. Y yo, con calor y sin ganas de subir a buscar el paraguas y cargar después con él, argumenté que iba cerca y estaba apurada. El año pasado, una señora con una bolsa de mandados por la calle Ponce agregó otro sinónimo de llovizna. No había sabido guiarla al hospital Americano. No sé si entendió mis indicaciones, porque no lograba descifrar bien las palabras que se le colaban por los dientes, y entre ellas distinguí una palabra desconocida para mí en ese momento: garuaba. No sabía si era una palabra para ingresar en el almacén de mi memoria o una invención mía por no haber oído bien lo que me decía la señora. Un gran conocedor de la lengua castellana, un taxista amable que me transportó hasta mi destino en escaso tiempo, mientras diluviaba, me sacó de la incertidumbre, y explicándome como un gran catedrático que era una palabra típica del lenguaje rural. Deben de existir otros sinónimos de la lluvia que todavía me restan por conocer.
Un gaucho me aseguró que la invasión de moscas indica lluvia; un navegante me afirmó que el mar en bajante es señal de lluvia; un enamorado de la adolescencia me aseveró que los atardeceres entre nubes son síntomas de lluvia; mi padre me dijo que la aureola en la luna indica lluvia. Y hay más, un juego de mesa con el que me entretenía de pequeña, explicaba en los cartones de animales e insectos, que la libélula anunciaba la lluvia. Ayer, a las nueve de la noche, una continuista de cine me pronosticó precipitaciones (ahí está, otro nombre) para el día de hoy, por la alta temperatura que padecíamos a esa hora. Acertó. Hoy llovió, oscureció temprano y en una hora me voy al cine.
sábado, 31 de marzo de 2007
Amor (viejo)
Jugamos a imitar la serie de columnas que Manuel Rivas tituló Amor. Incorporo una imagen que traiciona el sentido de la columna, pero que también cuenta mucho.
Alejandro Roselló (sí, otra vez él...) escribió así:
Amor (viejo)
Ella caminó varias horas por la costa antes de dar con la casa. Efectivamente, se parecía a un granero. Él la había llamado el día anterior para explicarle el recorrido a seguir. Debía continuar la cadena de playas como si fuera una banda costera infinita. El trayecto era tan largo que si ella hubiese pensado en distancias, hubiese regresado antes de arribar o nunca hubiese partido. Simplemente debía olvidar adónde iba.
La casa se alzaba sobre pilares para evitar que fuese alcanzada por el agua. La construcción se erguía dos metros sobre la arena y en los días de creciente se levantaba directamente sobre el agua.
Él la recibió parado en la rampa frontal. Extendió una mano tímida en señal de bienvenida. La arena se arremolinaba a sus costados con un zumbido grave. Cuando ella dio los primeros pasos sobre la rampa sintió la arena chicoteándole los tobillos. Él preparó café en símbolo de agradecimiento. Y en realidad poco más. Sólo que estés acá porque realmente lo necesito. Su respuesta se limitó a un arquear de cejas, como si los ojos fueran a levantar vuelo. La segunda respuesta tintineó en la taza al golpear el orillo del plato. La tercera manchó levemente el mantel bordó al caer desde la taza.
Él no lo advirtió por la escasa iluminación. Apenas si podía ver el contorno de ella. Sé que siempre estás ahí. Vos también, le respondió. Sólo ella era capaz de franquear esa oscuridad forzada por la ausencia de ventanas ante el peligro de inundación. Era una oscuridad en tinieblas, como la de quien se ha cansado de ver con la vista. Afuera se escuchaba el golpear de la arena contra las paredes enchapadas. En cualquier momento el agua crecería hasta correr como una riada por debajo de la casa. Podía sentirla viniendo. Sabía que esta vez pasaría de largo.
La última imagen que ella tuvo de la casa fue la hechura acanalada de las placas: un detalle que no había advertido al llegar. La cara de él se había acanalado con el tiempo: pero ella sólo lo advirtió cuando se despidió en la rampa frontal de la casa. Por esas canaletas debía de haber corrido mucha sombra. Tanta oscuridad le había despellejado el rostro. Pequeños colgajos blancuzcos se le desprendían de la piel y se le metían por la barba entrecana. Pero ella, en contrapartida, no estaba dispuesta a despellejarse tras caminar tantas horas bajo el sol. Sabía que no regresaría. Comprendió que la oscuridad también tiene su sombra.
martes, 20 de marzo de 2007
Bush con la voz entrecortada
Brando, Pocahontas y yo
BUSH CON LA VOZ ENTRECORTADA
Alejandro Roselló
COLONIA.
Los helicópteros sobrevolaban la casa. El ruido trémulo de los motores entraba a la cocina. Intenté permanecer indiferente. La doméstica, en cambio, dejó de revolver la olla y se acercó a la ventana. El jardinero me pidió permiso para subir al techo. Intenté permanecer indiferente, pero acabé por exaltarme. Los tres subimos a la azotea.
“Así debieron de sentirse los irakíes cuando estos los invadieron”, dijo el jardinero. “Bueno…”, contesté, y mi mal humor me impidió seguir. Sí, había helicópteros norteamericanos, pero no caían bombas ni había columnas de humo. Apenas unos helicópteros despeinando a tres idiotas. Era imposible ponerse en la piel de un irakí durante el bombardeo a Bagdad.
Sin embargo, el planteo del jardinero encerraba una verdad innegable. Estos helicópteros pertenecían a la misma fuerza aérea que había invadido Afganistán e Irak. Estos aparatos surcaban el mismo aire que los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas. Estos helicópteros quizás transportaran al Presidente que, en respuesta a ese ataque, había iniciado una campaña en Medio Oriente. Los Estados Unidos sobrevolaban la casa.
Eran varios. Iban en direcciones contrarias. Algo así como los hombres de izquierda en Uruguay; esos que, al mismo tiempo, estaban dentro de la estancia presidencial y estaban fuera, acordaban con el presidente norteamericano y lo repudiaban. Unos volaban hasta desaparecer cuando les convenía, otros reaparecían en el cielo en la posición más inesperada y era difícil saber con certeza si se trataba del mismo helicóptero.
La visita oficial de Bush a la estancia presidencial de Anochorena tocaba a su fin. Así lo decía la tele y así lo gritaba la doméstica, ya en tierra. Los cuatro ojos restantes –y expectantes-escudriñaron el cielo. El presidente debía estar pasando por allí, pero se había multiplicado por tantos helicópteros, que no dudamos en que lo habíamos perdido de vista. El jardinero especulaba con que el helicóptero del mandatario se desviaría de su curso para sobrevolar el Barrio Histórico de la ciudad. Quizás lo hizo.
Detrás quedaba el río San Juan y la promesa de una ley más justa con los inmigrantes, detrás quedaba el monte nativo de San Pedro y la intención de profundizar la relación comercial entre ambos países, detrás quedaban las viñas que bordean el camino a La Arenisca y un programa para enseñar inglés en Uruguay. Al alejarse de Anchorena, la voz entrecortada del presidente norteamericano debió retumbar contra las barrancas arcillosas de la costa y reverberar sobre el Plata; haciendo ondular el espejo que, a esa hora de la tarde, era el río. Su sombra debió aletear oblonga sobre esos lugares a medio camino entre Anchorena y Colonia.
Su voz, humana esa vez, había sonado firme ante el presidente Vázquez, en un intercambio de buenas voluntades. Ahora éstas deberán traducirse en medidas concretas, en bienestares concretos. El jardinero rechazaba la visita del mandatario estadounidense, pero fue el último en bajar de la azotea. A él –y a otros “él”- es a quien esta visita debería significarle mucho: no porque debiera desearla, sino porque debería implicar una mejora en su calidad de vida. Quizás la próxima, no se muestre tan intransigente. Quizás la próxima, al ver helicópteros norteamericanos, no crea estar en Irak. Quizás la próxima, el cielo esté aún más despejado.
BUSH CON LA VOZ ENTRECORTADA
Alejandro Roselló
COLONIA.
Los helicópteros sobrevolaban la casa. El ruido trémulo de los motores entraba a la cocina. Intenté permanecer indiferente. La doméstica, en cambio, dejó de revolver la olla y se acercó a la ventana. El jardinero me pidió permiso para subir al techo. Intenté permanecer indiferente, pero acabé por exaltarme. Los tres subimos a la azotea.
“Así debieron de sentirse los irakíes cuando estos los invadieron”, dijo el jardinero. “Bueno…”, contesté, y mi mal humor me impidió seguir. Sí, había helicópteros norteamericanos, pero no caían bombas ni había columnas de humo. Apenas unos helicópteros despeinando a tres idiotas. Era imposible ponerse en la piel de un irakí durante el bombardeo a Bagdad.
Sin embargo, el planteo del jardinero encerraba una verdad innegable. Estos helicópteros pertenecían a la misma fuerza aérea que había invadido Afganistán e Irak. Estos aparatos surcaban el mismo aire que los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas. Estos helicópteros quizás transportaran al Presidente que, en respuesta a ese ataque, había iniciado una campaña en Medio Oriente. Los Estados Unidos sobrevolaban la casa.
Eran varios. Iban en direcciones contrarias. Algo así como los hombres de izquierda en Uruguay; esos que, al mismo tiempo, estaban dentro de la estancia presidencial y estaban fuera, acordaban con el presidente norteamericano y lo repudiaban. Unos volaban hasta desaparecer cuando les convenía, otros reaparecían en el cielo en la posición más inesperada y era difícil saber con certeza si se trataba del mismo helicóptero.
La visita oficial de Bush a la estancia presidencial de Anochorena tocaba a su fin. Así lo decía la tele y así lo gritaba la doméstica, ya en tierra. Los cuatro ojos restantes –y expectantes-escudriñaron el cielo. El presidente debía estar pasando por allí, pero se había multiplicado por tantos helicópteros, que no dudamos en que lo habíamos perdido de vista. El jardinero especulaba con que el helicóptero del mandatario se desviaría de su curso para sobrevolar el Barrio Histórico de la ciudad. Quizás lo hizo.
Detrás quedaba el río San Juan y la promesa de una ley más justa con los inmigrantes, detrás quedaba el monte nativo de San Pedro y la intención de profundizar la relación comercial entre ambos países, detrás quedaban las viñas que bordean el camino a La Arenisca y un programa para enseñar inglés en Uruguay. Al alejarse de Anchorena, la voz entrecortada del presidente norteamericano debió retumbar contra las barrancas arcillosas de la costa y reverberar sobre el Plata; haciendo ondular el espejo que, a esa hora de la tarde, era el río. Su sombra debió aletear oblonga sobre esos lugares a medio camino entre Anchorena y Colonia.
Su voz, humana esa vez, había sonado firme ante el presidente Vázquez, en un intercambio de buenas voluntades. Ahora éstas deberán traducirse en medidas concretas, en bienestares concretos. El jardinero rechazaba la visita del mandatario estadounidense, pero fue el último en bajar de la azotea. A él –y a otros “él”- es a quien esta visita debería significarle mucho: no porque debiera desearla, sino porque debería implicar una mejora en su calidad de vida. Quizás la próxima, no se muestre tan intransigente. Quizás la próxima, al ver helicópteros norteamericanos, no crea estar en Irak. Quizás la próxima, el cielo esté aún más despejado.
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